viernes, 31 de marzo de 2017

Ovejas y burros en la pista de aterrizaje

A principios de septiembre, después de participar en el "mes de la fe" en Yaoundé, regresé a la misión de Gobó en el extremo norte del Camerún. El viaje fue largo y cansado. Primero en tren desde la capital de Camerún hasta la ciudad de Ngaounderé, creo que eran unos 650 kilómetros, pero fueron más de 20 horas de tren. Salimos al atardecer y pasamos toda la noche y gran parte del día siguiente viajando en los duros asientos de madera del tren. Viajábamos rodeados de todo tipo de gente: funcionarios, comerciantes, amas de casa, niños, agricultores... Algunos además de grandes paquetes, bolsas, etc. llevaban gallinas, e incluso un señor viajaba con una cabra en el mismo departamento. El tren a ritmo lento y marcha candente atravesaba la tupida selva obscura y sombría. Paraba en pequeñas estaciones donde acudían la gente a ofrecer todo tipo de alimentos y bebidas a los pasajeros. Eso nos distraía un poco, viendo como niños y mujeres vendían sus productos caseros desde el andén a los viajantes, y a veces subiendo y bajando del tren en marcha. A lo largo de la noche conseguí dar algunas cabezadas, a pesar de la incomodidad del tren. 
La segunda etapa del viaje de Ngaounderé a Garoua era por carretera. Los autobuses de línea a Garoua en aquella época, 1980, eran pequeñas furgonetas de nueve plazas, pero a las que les quitaban los asientos y colocaban unos bancos de madera y donde entraban más de veinte pasajeros. Fue un viaje de unos trescientos kilómetros en que íbamos como sardinas en lata. No hay que imaginar los sudores que pasamos, tanto por la temperatura natural del norte de Camerún, como por el pelotón de gente dentro del furgón.
A la llegada a Garoua me dirigí al obispado y allí me acogieron los misioneros oblatos de María Inmaculada y pude descansar y dormir bien. También me dijeron que la avioneta de la Semry, la empresa del cultivo y explotación del arroz en las márgenes del río Logone, saldría al día siguiente para Yagoua. Ellos mismos se pusieron en contacto con el piloto para ver si me podían llevar. A la mañana siguiente de madrugada despegábamos del aeropuerto internacional de Garoua, en la pequeña avioneta Cessna, un bimotor de hélices para cuatro pasajeros, el piloto, una empresaria de la Semry y yo. Nunca había volado en una avioneta. Parecía tan pequeña y endeble. Pero gozaba con el paisaje. Despegamos antes de salir el sol por el horizonte. La ciudad de Garoua estaba a nuestros pies, a orillas de la Benoué. Ese río con puerto fluvial que podía exportar sus productos a miles de kilómetros a través del Níger hasta el mar. 


Fue abriendo el día y el paisaje era espléndido. La gran selva y bosques del sur habían desaparecido. estábamos en el Adamawa. Ahora predominaba la estepa herbácea con manchas de algunos árboles sueltos aquí y acullá. Era septiembre, a finales de la estación de lluvias. Por consiguiente la estepa estaba verde, con las yerbas altas, los cultivos de mijo crecidos, las acacias y otros árboles plenos de hojas. El agua era abundante por todas partes. Charcas, pequeñas lagunas, riachuelos de agua que no sabían que curso seguir en la llanura. Ovejas y cabras guiadas por algún zagal. Vacas y ganado en los pastizales. Campesinos trabajando con sus azadas en los campos que prometían buenas cosechas. Mujeres con su carga de leña a la cabeza. Muchachas que se dirigían con sus baldes y cubos al pozo de la aldea. Pequeñas casas y chozas que parecían un belén desde lo alto. El  viaje de trescientos kilómetros fue rápido y muy agradable. El piloto nos comunicó que estábamos llegando a Yagoua. Allí no había aeropuerto, ni siquiera una pista de cemento para aterrizar. Lo hacía en un descampado entre la Semry y la misión católica de santa Ana. Pero se me pusieron los pelos de punta cuando al ir a aterrizar la avioneta hizo una primera pasada, casi a ras del suelo, para espantar con el ruido a las ovejas, cabras y algún burro que allí pastaban tranquilamente. Subió de nuevo al aire y una vez despejada la pista de animales pudimos tomar tierra felizmente en Yagoua.   


sábado, 18 de marzo de 2017

Misa con coral en Yaoundé




Se dice que los africanos llevan el ritmo en el cuerpo. Aman y gustan de la música y de la danza. Cantan y bailan con ritmo y alegría. Hacen fiesta por todo. No hay celebración litúrgica sin música, cantos y danzas. Estando yo en Yaoundé, la capital de Camerún, en el mes de agosto de 1980, participando en el "mes de la fe", el día 15 día de la fiesta de la Asunción de la Virgen, fui al barrio de Nzong Melen para participar en la Eucaristía. Era una Misa especial, celebrada fuera de la iglesia, al aire libre, con un cielo azul lleno de nubes. El altar estaba en medio de un gran círculo y entre los fieles y el altar había un espacio sagrado donde los cantores y danzantes actuaban. Música de balafones, flautas, timbales y otros instrumentos de percusión. Cantos en ewondo y en latín. Mezcla de cantos gregorianos y música tradicional. Una bella celebración que por la música, los cantos y danzas animaba a todos a participar y pasar un rato muy agradable, aunque duró más de dos horas.
Buscando en internet he podido encontrar en Youtube esos mismos cantos y danzas de aquellos años de la célebre coral de cantores a la Cruz de Ebene de Nzong Melen.