Allí junto al lago de Ardaf, y cerca de la misión católica de Djougoumta, tanto a las primeras horas de la mañana, como a la caída del sol por la tarde, se acercaban las mujeres con sus cántaros de barro cocido, tinajas, baldes y calabazas en busca de agua.
En la estación seca el lago había bajado varios metros su nivel, debido a la evaporación por el fuerte calor solar, como así mismo por el gran consumo por parte de los animales y de las personas de su entorno.
Las mujeres al llegar a la orilla oteaban el horizonte para saber si en ese lugar había hipopótamos cerca o estaban más alejados o en aguas más profundas. Luego entraban en el agua turbia y hundían sus pies en el barro, se daban un baño refrescante para su piel, y sin secarse el cuerpo, llenaban los cántaros de agua, y se lo llevaban en un increíble equilibrio sobre la cabeza hasta la choza donde vivían, a centenares o miles de metro del lago.
Y volvían a repetir el camino y el acarreo del agua hasta tener bien abastecida la vivienda con agua suficiente para beber toda la familia, para la cocina de los alimentos y para el baño del marido y de los hijos.
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