Ahora que estamos en plena canícula de agosto, casi todos los días los medios de comunicación nos muestran imágenes de los fuegos que se producen en campos y montes de diferentes regiones de España o de otros países, y las tristes consecuencias de esos fuegos para la naturaleza, el paisaje y a veces por desgracia para casas, e inclusos para las personas. Esto me ha llevado a recordar que también en el norte de Camerún yo viví más de una vez la triste experiencia de los incendios. Por una parte en la estación seca los campesinos prendían fuego a los rastrojos de los campos de mijo, como método agrícola, para preparar sus campos antes de la llegada de las lluvias y ponerse a cultivar y sembrar el mijo nuevo. Por otra, eran los cazadores los que prendían la sabana, para que saliesen huyendo los antílopes, ciervos, gacelas y otros animales que esperaban abatir y tener carne para su alimentación. Y por otra lado era algún descuido o accidente el causante del fuego, y esto acontecía en las propias aldeas y casas, y por consiguiente con las consecuencias de perder todo lo poco que tenían en sus casas y sus graneros. Casas pequeñas, podemos decir chozas, de materiales altamente inflamables, como eran la paja seca y troncos de árboles para el techo, y muros de adobe. Todas las pertenencias de la familia: ropas, cama y alguna silla, desaparecían en un instante. En este caso sólo fue una casa, pero en otros el fuego se propagaba de casa en casa, o de choza en choza, reduciéndolo todo a cenizas. Ya escribí otros capítulos titulados: Fuego en la sabana, y Aldea en llamas.
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